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De software, internet, legales Sobre autores mediocres piratas

Para los que llevamos muchos años con el software libre es ya una historia conocida: después de ignorarte o reirse de ti llega la fase del “ataque”. Así nos han dicho de todo, talibanes, cáncer, fanáticos, ladrones, etc. etc.

Ahora estamos viviendo una esta similar de los que proponen la regulación de Internet y el recorte de las libertades individuales en favor de sus propios intereses: mantener un modelo de negocio imposible.

Así, aunque el debate es variado y con opciones diversas (por ejemplo EDans no tiene [gran parte de] razón o Casciari tiene razón, pero peligrosamente optimista), esos ignorantes del debate y que se han quedado sin argumentos entran a saco con la descalificación personal y de toda la comunidad. Un ejemplo lo sufrí en persona y en directo por la radio, pero el que leí el domingo pasado en El País me dejó frío, aunque ya debería estar acostumbrado.

Se trata de Sobre piratas y ladrones de Jose María Guelbenzu. No había visto tanta ignorancia, tanto FUD, tanto maniqueismo y <perez_reverte>cainismo</perez_reverte> en tan pocas líneas. No sé cómo El País se atreve a publicar semejante artículo… o sí que lo sé. Pero que al menos no le llamen “Tribuna”, en todo caso “La grada” o “La voz de sus amos”.

De cualquier forma creo que da una excelente oportunidad para responderle en los mismos términos, estilo y falacias ad-hominem a tutiplen. Me servirá para practicar un poco de populismo victimista y con suerte saldrá publicado en algún periódico.

Sobre autores mediocres piratas

Para ciertos individuos la sociedad tiene una deuda hacia ellos. Ésta es la idea bajo cuya bandera muchos de ellos, consciente o inconscientemente, están cometiendo toda clase de atentados contra la libertad individual gracias a la mal llamada propiedad intelectual.

En la sociedad, la palabra propiedad intelectual lo envenena todo, es la coartada perfecta para toda clase de injurias y calumnias al tiempo que privatizan la cultura.

Las leyes de propiedad intelectual permite apropiarse de contenidos que bien son copiados directamente o bien, siendo incluso adquiridos inicialmente, se redistribuyen o se revenden a precios discriminatorios al tiempo que se convierte en delincuente al que comparte cultura.

Ya no es teoría ni especulación la idea de una propiedad total sobre la cultura y el conocimiento como representación de un mundo donde la privacidad e intimidad no tienen cabida. Es como un Gran Hermano orwelliano, pero mucho peor.

Simbólicamente, Victor Hugo es la imagen del autor que a pesar de los favores y dineros que recibía de Luis XVIII o la Reina Victoria no fió su fortuna ni la de sus descendientes a la gracia de sus señores o del público. Hasta entonces, el artista creaba a expensas de su protector, ya fuera éste el rey, una institución o incluso un comerciante enriquecido; desde Victor Hugo, el “artista”, amparándose en la Convención de Berna que ayudó a crear, empezó a reclamar propiedades antes inexistentes, a cobrar por cada pieza vendida y tratar de ladrones a sus lectores. Cuando los intermediarios entraron en escena se montó una cadena de negocio al final de la cual estaban los abogados.

En los últimos años, una figura ha empezado a reproducirse vertiginosamente en el mundo de la cultura: el autor mediocre. El autor mediocre es un ser humano que se dispone, a diferencia del resto de los humanos, a sacar partido de la sociedad cobrando de por vida más noventa años del trabajo que hizo sólo una vez.

Ha escrito un libro intrascendente, abona su cuota a la sociedad gestora, trabaja para un gran medio de comunicación y tiene conciencia de pertenecer a un lobby o asociación que salvará a la cultura. Toda esta inversión procede de su trabajo en una gran empresa, o de la sociedad gestora, o de subvenciones estatales, de las cuales cobra un dinero.

El autor mediocre considera indiscutible su derecho a ser pagado –de por vida y también sus descendientes– por su breve trabajo, pero, ¡oh paradoja!, considera igualmente indiscutible apoderarse, sin pagar por ello, del trabajo ajeno en nombre de la cultura popular. De donde venga esta idea es algo misterioso.

Quizá su origen remoto esté relacionado con el proceso que comenzó hace años con el new age bajo el lema “todo es relativo”, que viene a decir que tanto vale mi opinión como la misma realidad, aunque la realidad sea tozuda y yo un piernas que no pudo acabar estudios universitarios de letras. Por esa línea de pensamiento débil o simplemente tonto se llega a la idea de que libertad depende de cómo la mires y quién se la merece. Y ahí está el corazón del problema.

En los viejos tiempos, muchos desdichados viajeros eran abordados por salteadores de caminos que, pistola en mano, les conminaban a entregar “la bolsa o la vida”. Por lo general, entregaban la bolsa y la ropa y se iban con una mano delante y otra detrás mientras los bandidos se repartían el botín.

En nuestros días, el autor mediocre, influencia política en mano, se apropia del dinero ajeno para su entretenimiento, y si se anuncia mayoritariamente de parte de los expertos de que alguna medida legal es inconstitucional, como en Francia, avisan de que les da igual, es decir, que seguirán insistiendo, calumniando y cobrando al resto de la sociedad. Toda una declaración de intención; ahí no hay inconsciencia.

La sociedad a la que se le quita el dinero y algunas asociaciones preocupadas por un justo balance entre interés cultural y la libertad individual, buscan soluciones que pasan por la re-estructuración (que los autores rechazan airadamente) de un cánon injusto y gestionado de manera oscura que no llega a los autores de las obras que consumimos,  o a las compañías de telefonía (que también se niegan pagar el mismo impuesto que ya les obligarán a pagar a TVE y así transferir cientos de millones de euros de publicidad hacia la televisiones privadas, gestionadas por los mismos grupos mediáticos).

Yo no estoy en contra de pagar un cánon, pero sí a favor de una distribución justa y transparente al tiempo que no se restrinjan las libertades individuales, porque negar la libertad individual es una manera de fomentar la quiebra de la democracia y la solidaridad social imprescindible.

Y estoy decididamente a favor de fomentar la cultura; pero así como generarla cuesta dinero a la sociedad, por la misma razón no se debe de pagar dinero por descargarse libros, películas o canciones que ya han sido debidamente pagadas por todos.

Es la palabra propiedad intelectual la que lo envenena todo y la coartada perfecta, así que debe de usarse la palabra adecuada: latrocinio, despojo, apropiación indebida… y tendría que explicarse ya desde el colegio.

La mala conciencia del autor mediocre aparece cuando éste intenta justificarse acusando de abusos a la propiedad intelectual (que también abusa de una mayoría de artistas que trabajan cada día): no me cabe duda de que los ha habido y los habrá, lo que no justifica que la respuesta sea la del señor feudal que se echa a los caminos a condenar a todos sus vasallos.

Y por último, las asociaciones de autores ya se han convertido desde hace décadas, con sus millones de euros provenientes de cánones y subvenciones, en grupos de presión sobre el poder para que éste legisle contra derechos fundamentales reconocidos en la Constitución, Carta de los Derechos Humanos y acuerdos europeos e internacionales: el de la libertad individual, la intimidad y la privacidad de las comunicaciones. Es el triunfo de los adoradores del becerro de oro de la propiedad intelectual y la miseria de la política esclavizada a los grupos de presión y sus artistas lameculos.

Parafraseando a Goebbels: “¡Oh, Propiedad Intelectual, una mentira, repetida cien años, se convierte en verdad!”.

Ricardo Galli es programador, profesor y empresario, con estudios acabados, sin braguetazo conocido, sin relación alguna con grandes medios ni voluntad de vivir sin trabajar. [*]

[*] Aviso para tuiteros que sólo se quedan con la frase que les conviene: es también la obligada boutade, recomiendo leer la impresionante biografía del autor del artículo original

Para los que llevamos muchos años con el software libre es ya una historia conocida: después de ignorarte o reírse de ti llega la fase del “ataque”. Así nos han dicho de todo, talibanes, cáncer, fanáticos, ladrones, etc. etc.

Ahora estamos viviendo una esta similar de los que proponen la regulación de Internet y el recorte de las libertades individuales en favor de sus propios intereses: mantener un modelo de negocio imposible.

Así, aunque el debate es variado y con opciones diversas (por ejemplo EDans no tiene [gran parte de] razón o Casciari tiene razón, pero peligrosamente optimista), esos ignorantes del debate y que se han quedado sin argumentos entran a saco con la descalificación personal y de toda la comunidad. Un ejemplo lo sufrí en persona y en directo por la radio, pero el que leí el domingo pasado en El País me dejó frío, aunque ya debería estar acostumbrado.

Se trata de Sobre piratas y ladrones de Jose María Guelbenzu. No había visto tanta ignorancia, tanto FUD, tanto maniqueismo y <perez_reverte>cainismo</perez_reverte> en tan pocas líneas. No sé cómo El País se atreve a publicar semejante artículo… o sí que lo sé. Pero que al menos no le llamen “Tribuna”, en todo caso “La grada” o “La voz de sus amos”.

De cualquier forma creo que da una excelente oportunidad para responderle en los mismos términos, estilo y falacias ad-hominem a tutiplen. Me servirá para practicar un poco de populismo victimista y con suerte saldrá publicado en algún periódico.

Sobre autores mediocres piratas

Para ciertos individuos la sociedad tiene una deuda hacia ellos. Ésta es la idea bajo cuya bandera muchos de ellos, consciente o inconscientemente, están cometiendo toda clase de atentados contra la libertad individual gracias a la mal llamada propiedad intelectual.

En la sociedad, la palabra propiedad intelectual lo envenena todo, es la coartada perfecta para toda clase de injurias y calumnias al tiempo que privatizan la cultura.

Las leyes de propiedad intelectual permite apropiarse de contenidos que bien son copiados directamente o bien, siendo incluso adquiridos inicialmente, se redistribuyen o se revenden a precios discriminatorios al tiempo que se convierte en delincuente al que comparte cultura.

Ya no es teoría ni especulación la idea de una propiedad total sobre la cultura y el conocimiento como representación de un mundo donde la privacidad e intimidad no tienen cabida. Es como un Gran Hermano orwelliano, pero mucho peor.

Simbólicamente, Victor Hugo es la imagen del autor que a pesar de los favores y dineros que recibía de Luis XVIII o la Reina Victoria no fió su fortuna ni la de sus descendientes a la gracia de sus señores o del público. Hasta entonces, el artista creaba a expensas de su protector, ya fuera éste el rey, una institución o incluso un comerciante enriquecido; desde Victor Hugo, el “artista”, amparándose en la Convención de Berna que ayudó a crear, empezó a reclamar propiedades antes inexistentes, a cobrar por cada pieza vendida y tratar de ladrones a sus lectores. Cuando los intermediarios entraron en escena se montó una cadena de negocio al final de la cual estaban los abogados.

En los últimos años, una figura ha empezado a reproducirse vertiginosamente en el mundo de la cultura: el autor mediocre. El autor mediocre es un ser humano que se dispone, a diferencia del resto de los humanos, a sacar partido de la sociedad cobrando de por vida más noventa años del trabajo que hizo sólo una vez.

Ha escrito un libro intrascendente, abona su cuota a la sociedad gestora, trabaja para un gran medio de comunicación y tiene conciencia de pertenecer a un lobby o asociación que salvará a la cultura. Toda esta inversión procede de su trabajo en una gran empresa, o de la sociedad gestora, o de subvenciones estatales, de las cuales cobra un dinero.

El autor mediocre considera indiscutible su derecho a ser pagado –de por vida y también sus descendientes– por su breve trabajo, pero, ¡oh paradoja!, considera igualmente indiscutible apoderarse, sin pagar por ello, del trabajo ajeno en nombre de la cultura popular. De donde venga esta idea es algo misterioso.

Quizá su origen remoto esté relacionado con el proceso que comenzó hace años con el new age bajo el lema “todo es relativo”, que viene a decir que tanto vale mi opinión como la misma realidad, aunque la realidad sea tozuda y yo un piernas que no pudo acabar estudios universitarios de letras. Por esa línea de pensamiento débil o simplemente tonto se llega a la idea de que libertad depende de cómo la mires y quién se la merece. Y ahí está el corazón del problema.

En los viejos tiempos, muchos desdichados viajeros eran abordados por salteadores de caminos que, pistola en mano, les conminaban a entregar “la bolsa o la vida”. Por lo general, entregaban la bolsa y la ropa y se iban con una mano delante y otra detrás mientras los bandidos se repartían el botín.

En nuestros días, el autor mediocre, influencia política en mano, se apropia del dinero ajeno para su entretenimiento, y si se anuncia mayoritariamente de parte de los expertos de que alguna medida legal es inconstitucional, como en Francia, avisan de que les da igual, es decir, que seguirán insistiendo, calumniando y cobrando al resto de la sociedad. Toda una declaración de intención; ahí no hay inconsciencia.

La sociedad a la que se le quita el dinero y algunas asociaciones preocupadas por un justo balance entre interés cultural y la libertad individual, buscan soluciones que pasan por la re-estructuración (que los autores rechazan airadamente) de un cánon injusto y gestionado de manera oscura que no llega a los autores de las obras que consumimos,  o a las compañías de telefonía (que también se niegan pagar el mismo impuesto que ya les obligarán a pagar a TVE y así transferir cientos de millones de euros de publicidad hacia la televisiones privadas, gestionadas por los mismos grupos mediáticos).

Yo no estoy en contra de pagar un cánon, pero sí a favor de una distribución justa y transparente al tiempo que no se restrinjan las libertades individuales, porque negar la libertad individual es una manera de fomentar la quiebra de la democracia y la solidaridad social imprescindible.

Y estoy decididamente a favor de fomentar la cultura; pero así como generarla cuesta dinero a la sociedad, por la misma razón no se debe de pagar dinero por descargarse libros, películas o canciones que ya han sido debidamente pagadas por todos.

Es la palabra propiedad intelectual la que lo envenena todo y la coartada perfecta, así que debe de usarse la palabra adecuada: latrocinio, despojo, apropiación indebida… y tendría que explicarse ya desde el colegio.

La mala conciencia del autor mediocre aparece cuando éste intenta justificarse acusando de abusos a la propiedad intelectual (que también abusa de una mayoría de artistas que trabajan cada día): no me cabe duda de que los ha habido y los habrá, lo que no justifica que la respuesta sea la del señor feudal que se echa a los caminos a condenar a todos sus vasallos.

Y por último, las asociaciones de autores ya se han convertido desde hace décadas, con sus millones de euros provenientes de cánones y subvenciones, en grupos de presión sobre el poder para que éste legisle contra derechos fundamentales reconocidos en la Constitución, Carta de los Derechos Humanos y acuerdos europeos e internacionales: el de la libertad individual, la intimidad y la privacidad de las comunicaciones. Es el triunfo de los adoradores del becerro de oro de la propiedad intelectual y la miseria de la política esclavizada a los grupos de presión y sus artistas lameculos.

Parafraseando a Goebbels: “¡Oh, Propiedad Intelectual, una mentira, repetida cien años, se convierte en verdad!”.

Ricardo Galli es programador, profesor y empresario, con estudios acabados, sin braguetazo conocido, sin relación alguna con grandes medios ni voluntad de vivir sin trabajar. [*]

[*] Aviso para tuiteros que sólo se quedan con la frase que les conviene: es también la obligada boutade, recomiendo leer la impresionante biografía del autor del artículo original

Fuente:

Bajo licencia Creative Commons

De software, internet, legales Redescubriendo al Dijkstra provocador 18 años después

Hay profesores, lecturas y autores que te influyen desde joven y forjan las ideas y posturas que te perfilan como profesional. Los que me siguen en este blog, o los que han leído mis argumentos –o los de la ACM– respecto a regulaciones (sobre el que no pretendo volver en este apunto, es sólo una autoreferencia) conocen mi postura bastante escéptica sobre el “estado de la ingeniería del software” y el rechazo fanático a las buzzwords y promesas de panaceas.

Varias veces he comentado y citado que casi toda la bibliografía de ingeniería de software de las últimas décadas es sólo una recopilación de anécdotas y estadísticas, casi una pseudociencia, a la que solemos adorar como si la última metodología fuese la bala de plata, la que dará el fundamento a la ingeniería. Pero hace mucho que ya no creo en esto, sobre todo cuando observas que cada cinco años aparece una nueva mutación de metodología que promete ser La Herramienta de la ingeniería del software.

No recordaba cuál bien el camino recorrido, o cuál fue el punto de partida o desvío tomado, para que haya asumido esta postura muy escéptica y bastante minoritaria entre mis colegas y compañeros. Recuerdo que cuando acabé mi último examen y fui con una beca a hacer mi PFC –enero de 1990– me creía el rey del mambo. Estaba seguro que mi formación y presunto dominio del diseño funcional, la visión “sistémica-holística” (sí, vaya, pero eso fueron también los inicios de Scrum basado en trabajos de Hirotaka Takeuchi en 1986) y el dominio de la metodología de moda en aquél momento –Gane-Sarson, luego “mutó” en la de Yourdon– me convertiría en un sólido profesional informático resolvedor de problemas complejos y que encontraría soluciones espectaculares a los grandes problemas de la informática.

Pero cuando quince meses después acabé mi PFC tenía una visión completamente diferente. Cada vez que alguien me explicaba las fantásticas bondades de una metodología nueva, o que casi al principio de una conversación soltaba la frase “un ingeniero no tiene por qué ser un programador” se me ponían los pelos de punta y sólo atinaba a pensar que ojalá no me tocase trabajar con esa persona.

Con el tiempo me convertí en un escéptico casi radical sobre el “[no] cientificismo” y la falta de rigurosidad de metodologías. En el mejor y la mayoría de los casos sólo lo veía como intentos de estandarizar una guía de buenas prácticas y estándares de documentación. Y por otro lado cogí el gusto por aprender a programar y admirar y disfrutar con el trabajo de los que se definían como “programadores” antes que “ingenieros” (o “doctores” o “científicos”)-

Hoy rvr en Barrapunto me hizo un bonito y entrañable regalo, me hizo redescubrir cuál fue una de las lecturas de aquellos años que tanto me influyó. Creo que fue el punto crítico. Se trata de unos de los ensayos más provocadores de Dijkstra –escrito en 1988, que blogger espectacular hubiese sido–: On the Cruelty of Really Teaching Computer Science (en castellano).

Aunque en aquellos años casi no conocía a Dijkstra, creo que fue el director de mi proyecto o alguno de los que trabajaban en el laboratorio el que me lo pasó (teníamos Internet y estábamos todo el día enganchados bajando ficheros por FTP anónimo y leyendo listas de correos y las news).

Rescato una de las frases que más me impactaron como “ingeniero”, por aquellas épocas yo tenía una perspectiva radicalmente opuesta:

[…] Lo haré explicando una serie de fenómenos que de otra manera serían extraños por la frustrante –pero, como ahora sabemos, condenada– ocultación o negación de su aterradora extrañeza.

Cierta cantidad de estos fenómenos han sido agrupados bajo el nombre de “Ingeniería de Software”. Así como la economía es conocida como “La Ciencia Miserable”, la ingeniería de software debería ser conocida como “La Disciplina Condenada”, condenada porque ni siquiera puede acercarse a su meta, dado que la misma es en sí misma contradictoria. La ingeniería de software, por supuesto, se presenta a sí misma como otra causa valiosa, pero es un colirio: si lee cuidadosamente su literatura y analiza lo que realmente hacen quienes se avocan a ella, descubrirá que la ingeniería de software ha adoptado como suestatuto “Cómo programar si usted no puede”.

[…] La práctica está impregnada de la confortable ilusión de que los programas son simplemente dispositivos como cualquier otro, la única diferencia que se admite es que su fabricación pueden requerir un nuevo tipo de expertos, a saber: programadores.

[…] Han pasado ya dos décadas desde que se señaló que el testing de programas puede convincentemente demostrar la presencia de errores, pero nunca puede demostrar su ausencia. Después de citar devotamente este comentario bien publicitado, el ingeniero de software vuelve al orden del día y continúa refinando sus estrategias de testing, tal como el alquimista de antaño, quien continuaba refinando sus purificaciones crisocósmicas.

[…] En el mismo sentido debo llamar la atención sobre la sorprendente facilidad con que se ha aceptado la sugerencia de que los males de la producción de software de deben, en gran medida, a la falta de “herramientas de programación” apropiadas.

Hay que leer todo el ensayo para entenderlo mejor y entender la justificación. No es tan difícil, tampoco fácil. Es un ensayo de esos de gran calado (y por los pocos comentarios que leí en Barrapunto, la mayoría no lo debe haber leído, o no lo entendió).

Ojalá lo disfrutéis tanto como yo la primera vez que lo leí y nuevamente ahora, casi dieciocho años después.

PS: Creo que ahora comprendí a Dijkstra mucho mejor que la primera vez.

Fuente: Ricardo Galli, de software libre


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