En los fríos días de enero de 1954, Madrid se estremeció con una noticia que parecía sacada de una novela gótica. En un piso señorial del número 72 de la calle Princesa, la policía descubrió una mano humana cuidadosamente conservada en el interior de una lechera de plástico. La dueña de la vivienda era una mujer de la alta sociedad, conocida por su excentricidad y fama de personaje enigmático: Margarita Ruiz de Lihory, marquesa de Villasante. El detalle más espeluznante fue que la mano pertenecía a su propia hija, Margot, fallecida poco antes en circunstancias que nunca quedaron del todo claras.
Una aristócrata de vida novelesca
Margarita Ruiz de Lihory había llevado una vida de película. Nacida en el seno de una familia acomodada, fue pintora, periodista y llegó a colaborar como espía durante la Guerra Civil, según algunos testimonios. Era una mujer culta y de fuertes convicciones, pero también excéntrica, con una personalidad marcada por el gusto por lo oculto y el simbolismo esotérico.
En su círculo la consideraban imprevisible: unas veces bohemia artista, otras fría estratega. Cuando su hija Margot enfermó y murió con tan solo 18 años, Margarita afirmó estar realizando una “investigación científica” sobre los misterios del alma y la vida después de la muerte. Pronto se supo que parte del cuerpo de Margot —en concreto, una mano y algunos órganos— habían desaparecido tras su muerte.
El hallazgo que escandalizó a Madrid
La investigación policial comenzó tras las sospechas de varios familiares, inquietos por la conducta de Margarita tras el funeral. Al registrar el domicilio de la marquesa, los agentes hallaron la lechera con la mano humana perfectamente conservada, además de otros restos que parecían haber sido tratados con técnicas rudimentarias de embalsamamiento.
El hallazgo provocó un auténtico terremoto mediático en la capital. Los periódicos de la época apenas podían disimular el morbo del caso: una aristócrata que guardaba partes del cuerpo de su hija como si quisiese retenerla más allá de la muerte. Algunos diarios insinuaron la práctica de rituales ocultistas; otros, una perturbación mental. La marquesa, sin embargo, aseguró que su proceder era puramente científico: intentaba, según sus palabras, “averiguar si el alma perdura en los tejidos del cuerpo”.
Ciencia, locura o duelo
Diversos psiquiatras y criminólogos analizaron el caso durante los meses siguientes. Algunos afirmaron que Margarita Ruiz de Lihory padecía un trastorno mental derivado de un duelo patológico. Otros consideraron que solo se trataba de un intento desesperado por comprender la muerte de su hija.
Su figura se convirtió en un espejo de las tensiones culturales del Madrid de posguerra: la lucha entre la razón y el misticismo, entre la ciencia moderna y las supersticiones heredadas. En una sociedad marcada por la censura y el conservadurismo, la marquesa simbolizaba lo prohibido, lo incomprensible y lo trágico femenino.
El destino de la marquesa
El proceso judicial fue breve y confuso. Margarita Ruiz de Lihory fue imputada por ocultación de restos humanos, aunque finalmente no cumplió condena grave. Murió poco después, en 1963, sin haber revelado todo lo que ocurrió realmente en aquel piso de la calle Princesa.
Con su muerte, el caso quedó envuelto en una densa niebla de misterio. Nadie pudo determinar con certeza por qué conservó aquella mano, ni qué buscaba realmente con sus experimentos. Lo único cierto es que, desde aquel invierno de 1954, la historia de la “mano en la lechera” pasó a formar parte de la crónica negra madrileña, a medio camino entre la ciencia, la locura y la leyenda.
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