Acrilamida y patatas fritas

Toca Comer. Acrilamida y patatas fritas. Marisol Collazos Soto, Rafael Barzanallana

En el año 1997, las vacas de la península de Bjare en el suroeste de Suecia empezaron a manifestar síntomas de parálisis e, incluso, a morirse. Al mismo tiempo, sus preocupados dueños comprobaban que peces de distintas especies aparecían muertos en las aguas del mismo territorio. Todas las sospechas se dirigieron hacia la construcción del gigantesco túnel de Hallandsås, destinado al ferrocarril, todo un cúmulo de problemas desde su inicio, por el carácter poroso del terreno y en el que se habían producido muchas grietas que habían sido selladas con un producto denominado Rhoca-Gil, que se había demostrado que era el causante de que grandes cantidades de acrilamida se hubieran liberado al medio, contaminando tierras y aguas superficiales. Los propios trabajadores del túnel mostraban síntomas relacionados con la neurotoxicidad de la acrilamida. El asunto, sin embargo, tuvo una derivada imprevista que es la que vamos a relatar aquí.

Una tal Dra.Törnqvist, del Departamento de Química Medioambiental de la Universidad de Estocolmo, fue la encargada de estudiar los niveles de contaminación de los trabajadores del túnel. Tal y como mandan los cánones sobre exposición ocupacional a una sustancia química, además de una población representativa de dichos trabajadores, se eligió otra de control con ciudadanos que no habían estado expuestos a los problemas del túnel.

Y para sorpresa de los investigadores, se encontró que la sangre del grupo de control contenía también preocupantes niveles de acrilamida. A la vista de los resultados de dicho grupo, la hipótesis más razonable era que los citados niveles de acrilamida debieran provenir de la ingesta de la misma en la dieta. El resultado fue tan impactante que los datos estuvieron “congelados”, hasta su publicación en 2002 en la revista Journal of Agriculture and FoodChemistry.

Hoy existe un amplio consenso según el cual la acrilamida surge como consecuencia de las reacciones de Maillard, una compleja familia de reacciones químicas que se dan a alta temperatura y que proporcionan el aroma, el sabor y el color de muchos de nuestros alimentos (por ejemplo, el de la carne a la plancha).

En general, implican el concurso simultáneo de carbohidratos y aminoácidos, que se descomponen por acción del calor y generan una pléyade de moléculas nuevas que, a su vez, pueden reaccionar entre ellas. En el caso de las patatas fritas el carbohidrato es el almidón y el aminoácido la asparraguina. Uno de los subproductos finales de ese complicado proceso es la acrilamida de marras.

La acrilamida, como ya se ha mencionado, es tenida por neurotóxica y, además, diversos estudios llevados a cabo con ratas de laboratorio han mostrado su carácter cancerígeno, lo que indujo a que, en 1994, la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer (IARC) la declarara como posible cancerígeno para humanos en el Grupo 2A. En los últimos años, y como consecuencia de la alarma creada tras las revelaciones de la Dra. Törnqvist, diversas agencias de Salud Alimentaria y otros organismos que velan por nuestra salud han tratado de establecer niveles de ingesta diaria que puedan resultar más o menos seguros para la población.

Y es en este apartado en el que deben clarificarse los términos pues, en caso contrario, la alarma está asegurada.

Artículo completo en: NAUKAS

Los peligros de la agricultura ‘orgánica’

Toca Comer. Los peligros de la agricultura 'orgánica'. Marisol Collazos Soto, Rafael Barzanallana

Mauricio-José Schwarz explica por qué la agricultura ‘orgánica’ es más peligrosa que la industrial:

Los cultivos orgánicos no están sujetos a los mismos requisitos que los cultivos industriales, debido a la presión de los alternativistas. Esto facilita cosas como el brote de E. coli de Alemania, que fue todo un escándalo hasta que su origen se identificó en unos cultivos orgánicos y entonces todos los ecolojetas callaron de modo cómplice aunque murieron 53 personas.

Estos no sólo son los controles en cuanto a higiene, sino en cuanto a uso de pesticidas y en cuanto a características del producto en sí, que no tiene que cumplir los parámetros que sí tienen que cumplir otros cultivos. Por ejemplo, los pesticidas «naturales» de la agricultura orgánica como las soluciones de cobre (que usan como fungicida) se quedan para siempre contaminando la tierra, pues no tienen que ser biodegradables como lo son los modernos pesticidas autorizados. Otro usado frecuentemente, la rotenona, se ha vinculado claramente (en estudios serios, no tipo Séralini) a la enfermedad de Parkinson

Si bien ha habido brotes de E.coli y de salmonella, la desregulación conlleva muchos otros peligros, que también se han materializado.

Por ejemplo, se han hallado productos ‘orgánicos’ con arañas venenosasranas vivasrestos metálicos y, en comida ‘orgánica’ para bebés incluso se halló arsénico.

La falta de controles también ha llevado al no-etiquetamiento de productos con ingredientes a los que hay alergias, poniendo riesgo a millones de consumidores.

Y se sabe que los pollos ‘orgánicos’ tienen tres veces más probabilidades de estar infectados con bacilos Campylobacter, que pueden causar parálisis y la muerte, que los pollos industriales.

Mientras tanto, ningún transgénico ha causado jamás ni siquiera un resfriado común, pero las transnacionales naturistas y ‘orgánicas’ pretenden etiquetarlos como si fueran peligrosos.

Fuente: DE AVANZADA

Más equivocaciones de los antitransgénicos

Toca Comer. Más equivocaciones de los antitransgénicos. Marisol Collazos Soto, Rafael Barzanallana

Una activista antitransgénica resumió su postura con tres argumentos, tres, que le debieron de parecer definitivos: que las multinacionales (bueno, la multinacional, porque para ella, como suele ocurrir en esos ambientes, por lo visto sólo existe Monsanto) comercializan semillas estériles, de modo que los agricultores se ven obligados a comprarlas de nuevo al año siguiente, que las multinacionales (bueno, sí; también se refería a Monsanto) han llegado incluso a demandar a los agricultores que han empleado sus semillas sin autorización, y que esta situación ha llevado incluso a una terrible oleada de suicidios en las zonas agrarias de la India.

Hasta ahí, todo normalito, incluso de manual. De hecho, si acuden a alguna charla organizada por un grupo ecologista, es muy probable que escuchen esos mismos argumentos. Y no suelen faltar en artículos, libros o páginas web dedicadas a esas cosas.
Lo malo es que son, en el mejor de los casos, medias verdades. Y en el peor, mentiras de las gordas.

La tecnología ‘terminator’, que hace que las semillas procedentes de una cosecha resulten estériles, existe, en efecto. Y desde hace unos cuantos años: la Delta and Pine Company y el Servicio de Investigación Agrícola de los EE.UU. la desarrollaron allá por los noventa del pasado siglo, y vendieron la patente a diversas compañías, entre ellas, Monsanto. Pero, a la hora de la verdad, ninguna de ellas la comercializó, y no parece que nadie tenga intención de hacerlo.

En su lugar, las compañías suelen emplear otros medios disuasorios, y especialmente imponer, como condición general del contrato de venta de semillas, la prohibición de emplear las que se obtengan de la cosecha. Y sí, es cierto que las empresas, entre ellas, Monsanto, han interpuesto un buen número de demandas por violación de esta cláusula contractual, aunque con desigual suerte, porque no siempre resulta fácil demostrarla. Pero los casos más famosos, los que suelen citarse, tienen muy poco que ver con esta situación. El más célebre quizá sea el de Percy Schmeiser, un agricultor canadiense cuyos campos se vieron contaminados con semillas transgénicas procedentes de los campos vecinos, para luego encontrarse con una demanda de Monsanto por violación de sus patentes. Lo malo es que la cosa no ocurrió exactamente así: como quedó probado en los procesos judiciales, las semillas no procedían de los campos vecinos, sino de otros situados a kilómetros de distancia, y no fueron traídas por el viento, sino por los camiones del señor Schmeiser. Quien, por su parte, tampoco es que se apurase demasiado por “esa contaminación”, sino todo lo contrario: las semillas pertenecían a la variedad Roundup Ready Canola, un tipo de colza modificado para resistir el herbicida glifosato, así que el señor Schmeiser se dedicó a rociar abundantemente con ese herbicida las parcelas en las que había plantado las semillas, matando así la colza no resistente y quedándose exclusivamente con la modificada, de la que obtuvo una abundante provisión de semillas Roundup Ready, que guardó en sus almacenes para su uso al año siguiente. Por todo el morro.

Como morro le echan quienes hablan de los suicidos de agricultores en la India, obviando que se trata de una desgraciada tendencia que se inició más de una década antes de la introducción de las semillas transgénicas en aquel país, y que llegó a su punto culminante (y a partir de ahí empezó a descender) dos años antes de que se autorizara el primer cultivo transgénico en la India.

Y es que, en realidad, la causa de la alta tasa de suicidios entre los agricultores de la India estaba (y en muchas zonas del país sigue estando) en los altos costes de los créditos bancarios, la baja productividad de las explotaciones y los bajísimos precios a los que se pagaban las cosechas. De hecho, lo cierto es que la introducción de los transgénicos no ha creado ni agravado este problema, sino que ha sido una de las causas que han contribuido a aliviarlo, al proporcionar una mayor productividad y unas cosechas de mejor calidad y pagadas a mejores precios.

En cuanto a las demandas por uso indebido de las semillas, y dejando aparte a sinvergüenzas como Schmeiser, lo cierto es que se deben a la violación de patentes y de condiciones contractuales, pero ese no es un problema exclusivo de los transgénicos, ni mucho menos: la práctica totalidad de las semillas que se comercializan actualmente están patentadas o registradas, y sus titulares defienden sus derechos legales con la misma fiereza se trate o no de transgénicos. Y si no me creen, echen un vistazo a lo que ya está pasando en la Comunidad Valenciana con la mandarina Nandorcott, una variedad (no transgénica) propiedad de una empresa de origen marroquí, y que ya ha dado lugar a una buena cantidad de demandas por violación de propiedad industrial contra muchos agricultores valencianos que la injertaron sin permiso.

Y en cuanto a la tecnología ‘terminator’, no se usa, pero tampoco es que hiciera demasiada falta: que se sepa, a ningún agricultor se le obliga a comprar unas determinadas semillas, y el hecho de que las compren se debe normalmente a que saben que con ellas obtendrán una cosecha más abundante y de mejor calidad que empleando semillas no homologadas. Por otra parte, muchas semillas son híbridas, que proporcionan unas cosechas excelentes pero cuyas descendientes, habiendo perdido esa hibridación, dan lugar a rendimientos muy inferiores. Por no hablar de variedades de fruta que resultan comercialmente más rentables que las convencionales por no tener semillas o tenerlas en poca cantidad y de menor tamaño, pero que, por ese mismo motivo, resultan muchas veces estériles.

Lo cual no quiere decir que no existan abusos: los hay, y graves, y no es el menor de ellos el hecho de que el mercado de semillas esté fundamentalmente en manos de unas pocas firmas, que los muchos intermediarios entre el productor y el consumidor impidan que estos paguen un precio razonable y aquellos reciban una retribución justa, o que la incipiente normativa sobre patentes pueda llegar a atribuir la propiedad de una variedad o un gen a una empresa.

Pero resulta que todo eso tiene poco o nada que ver con los transgénicos, y reducir el problema a atacar a esas tecnologías supone muchas veces perder de vista sus verdaderas causas. Y así, dejándonos distraer con fobias injustificadas, es difícil que podamos solucionar nada.

Fuente:  LA COLUMNATA

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